Son equilibristas del euro y de la vida. Hacen malabares a final de mes, sueñan con vacaciones, cotizar o tener un techo. Los “invisibles” ya suman millones.
Nuria Varela Javier Vázquez
En Francia se llama “desclasados”, o “eremistas”, a los que reciben el ingreso mínimo de reinserción (RMI en sus siglas en francés). En Alemania se ha acuñado el término “precariado” como sustituto pobre y sin derechos laborales del antiguo proletariado. En Italia ha aparecido “cognitariado”, casi sinónimo del “mileurista” español, término acuñado para describir al grupo social que ronda los 30 años, tiene estudios universitarios ampliados habitualmente por másters y postgrados, conoce dos o tres idiomas, vive en entornos urbanos y no consigue ser independiente ni tener hijos ni ahorrar. Muchos de ellos, sin embargo, no llegan a cobrar mil euros al mes, lo mismo que les ocurre a la mayoría de pensionistas, viudas e inmigrantes y a buena parte de las mujeres.
Para englobar la variedad de situaciones precarias, sociólogos y economistas hablan ya de los invisibles, personas que soportan distintas situaciones de “sufrimiento social”. Rosa Cobo, doctora en Ciencias Políticas y Sociología, explica que es prácticamente un hecho la descomposición de la vieja clase obrera con salarios altos y derechos sociales desarrollados: “La estratificación social se ha modificado en los últimos 20 años. Desde los setenta, el capitalismo se ha reestructurado gracias a las tecnologías informacionales (inversiones en tiempo real, información al minuto de las empresas pertenecientes a una misma multinacional...), al recorte de derechos sociales (bajada de los salarios, privatización de servicios sociales, aumento de la jornada de trabajo...), y a la deslocalización y externalización de partes de la producción”.
Nuevos estamentos
Estos cambios sociales que subraya Rosa Cobo han producido un nuevo tipo de trabajador que se acerca mucho al precariado y que la socióloga de la Universidad de Chicago Saskia Sassen denomina “nuevas clases de servidumbre”. Sus características: salarios extremadamente bajos y derechos laborales muy recortados. Son empleos que realizan varones inmigrantes: construcción (sometidos a subcontratas), hostelería, trabajos subalternos (organizar los taxis en los aeropuertos, recoger los carritos...). Si son inmigrantes mujeres los que destacan son: trabajo doméstico (salarios bajos, sin Seguridad Social y con jornadas muy largas, algunas incluso internas), prostitución (unas 400.000 en España), hostelería, limpieza... Son las famosas “Ocupaciones D”, por dirty, demanding y dangerous –sucias, exigentes y peligrosas, en inglés–.
Pero estas nuevas clases no están compuestas exclusivamente por inmigrantes. Buena parte de la población autóctona no encuentra más que trabajos muy genéricos y salarios muy bajos. Natalia Fuertes, 27 años, estudiante de Filología Románica –abandonó en cuarto–, tiene el currículum habitual de las universitarias de su edad: camarera, extra de películas, entrevistadora, niñera, profesora de español para extranjeros, teleoperadora... Actualmente estudia cocina y hace extras en hostelería –contratos de un día– que se pagan a 15 euros la hora como cocinera. Como camarera depende del establecimiento: en hoteles de cuatro estrellas, a 9,75 euros la hora, en los de cinco, 11.
Condiciones laborales
Entre la universidad y la cocina Natalia trabajó en telefonía: “Hablo catalán, gallego, rumano y francés, así que a los dos días de hacerme las pruebas me contrataron. Las condiciones, tremendas: cien personas por planta en una plataforma en un polígono industrial. Todo el día frente a una pantalla de ordenador (tuve tres conjuntivitis en un mes). Descansos de 5 minutos cada 2 horas y 15 minutos para la comida o la cena. Todo lo que haces está controlado por el ordenador y por las escuchas, descansas entre semana y cobras 600 al mes”.
Las nuevas clases sociales formarían parte de lo que el sociólogo Manuel Castells denomina “la nueva economía” de la que, en primer lugar, destaca que “es la nuestra, en la que ya estamos. No es el futuro” y que tiene como característica que está centrada en el conocimiento y en la información. En esta nueva economía, Castells separa a los trabajadores en dos grupos: autoprogramables y genéricos. La diferencia entre ambos está en la educación. Los primeros sabrán reprogramarse y, por lo tanto, recibirán beneficios del mercado laboral. Los trabajadores genéricos serán los grandes perdedores. El primer empleo de Ángel Núñez fue como auxiliar administrativo en el Hospital Clínico de Madrid, en el año 1995. Entró en una bolsa de trabajo para cubrir bajas y vacaciones: “Los meses que no me llamaban trabajaba en otras cosas”. La lista es casi interminable. “Tenía que haberme traído la vida laboral –bromea–, de memoria ni me acuerdo: fábricas, almacenes, carpintería, leyendo contadores de gas (400 euros en nómina y una cantidad por contador en B, en un sobrecito), conduciendo autobuses...”. Ángel dejó de estudiar tras el bachillerato.
El primer trabajo, de ocho a tres y 600 euros. “No me pareció mal, para ser el primero”. Ahora, tiene el mismo horario y cobra exactamente 1.000, tarda una hora y media en llegar desde su casa al hospital, en el centro de Madrid, y está a unos días de presentarse para el último examen para profesor de autoescuela. Su pareja cobra 900, se han comprado una casa en Azuqueca de Henares –“donde pudimos”– y están esperando un hijo. “Te tienes que tirar a la piscina si no quieres ser un resignado. Quiero dejar de ser mileurista. Ahora pagamos 900 de hipoteca, no podemos ahorrar. La hipoteca me agobia porque para el día a día, ayuda la familia. No disponemos de reserva para los imprevistos. Al margen de lo económico, ni vacaciones, ni vida ordenada. Tienes dos días por mes trabajado. Cuando llega el fi niquito te las pagan, pero nunca las disfruto”.
Futuro
Rodrigo Guzmán, 27 años, es licenciado en Biología. Hace dos años que acabó la carrera, le costó siete años y muchos trabajos de fin de semana. “Vivo con mi padre y me daba mucho palo que él lo pagara todo”, explica. Antes de licenciarse, trabajaba en un departamento de la facultad, pero “tenía claro que cuando terminara la carrera no podía seguir trabajando gratis. En el Centro de Investigaciones Biológicas había un proyecto muy interesante sobre envejecimiento prematuro en personas con síndrome de Down. Me presenté y me admitieron. Ahora tengo una beca asociada a proyecto para tres años, cobro 1.100 euros al mes, pero no cotizo a la Seguridad Social, por suerte el centro me ha hecho un seguro privado, y no tengo derecho a paro. Me queda un año y medio, luego, no sé qué va a pasar”. De todos los trabajos que ha realizado, Rodrigo señala como el mejor pagado descargar camiones: “50 al día. Si acababas en dos horas, pues 50 por dos horas”. El peor pagado: “Repartidor de pizzas y, además, trabajas a toda leche”. En total, Rodrigo, no llega a un año cotizado. “Ésa es mi precariedad. Tengo la sensación de que no he empezado y de que cuando empiece voy a llegar muy tarde. Me siento equilibrista porque no tengo ni perspectivas de encontrar la estabilidad que me gustaría para comenzar mi vida. Como siga así me darán los 40 en casa y sin comenzar a construir mi vida”.
Diferencias
El último informe de la Fundación Foessa sobre precariedad, presentado el pasado 26 de abril, afirma, por un lado, que en España aumentan las diferencias de renta entre trabajadores, y calcula que tres millones de personas están “condenados a la trampa de la temporalidad”. Pero la temporalidad es sólo un aspecto de la precariedad. El informe se manifiesta crítico con las empresas: “Un modelo en el que los trabajadores temporales se están formando más que los estables –un 9% frente a un 3% según la EPA de 2004– no tiene ninguna lógica desde la perspectiva de la calidad. Nos dice que los trabajadores se están formando preferentemente al margen de las empresas y que éstas tienen menos interés en invertir en su capital humano”.
Sin embargo, en opinión de Gregorio Izquierdo, director de Estudios del Instituto de Estudios Económicos, “el término precario es un concepto peyorativo que se utiliza para demonizar las distintas fórmulas de flexibilización laboral que se utilizan para insertar en el mercado a los colectivos que empiezan. Los contratos temporales, por definición, son transitorios y no son precarios, son las puertas de entrada al mercado laboral. Más importante que el tipo de contrato es la posibilidad de encontrar un empleo”. A juicio de Izquierdo, los datos indican que la temporalidad se reduce –dos puntos menos en el primer trimestre de 2007– y que es un indicador de dinamismo.
En casa de Ángeles Torres, 93 años, los equilibrios se hacen a tres bandas. Vive con Alejandra Retrepo, 21 años, y Angélica Córdoba, 19 años, primas, colombianas y estudiantes de Medicina y Biológicas, respectivamente. Pertenecen al programa de vivienda compartida de la ONG Solidarios para el Desarrollo. El programa no tiene finalidad económica –recomiendan 50 euros al mes para colaborar con los gastos de la casa–, pero consigue una supervivencia digna. Una persona interna supondría para Ángeles un gasto mensual de unos 1.200 euros. “Tengo una pensión de 800, pero mantengo unos ahorros. Gracias a Dios, no dependo de mis hijos, para mí sería un sufrimiento”, asegura Ángeles. María Alejandra y su prima también están satisfechas: “Un alquiler en Madrid nos costaría 300 a cada una y ni te digo en qué condiciones, además de los gastos de la casa, comida, transporte... Aquí vivimos muy bien”.
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